ABUELO, ¿QUÉ VES?

“Abuelo, ¿qué ves?”, preguntaban los niños cuando contemplaban al abuelo sentado a la puerta de la jaima. “Veo a la cabra, y la cesta de la compra que trajo tu padre”, les decía a veces a sus nietos. Durante los últimos meses, el hombre permanecía horas y horas quieto, en el umbral, protegido del calor, mientras el sol se ponía tiñendo de rojo el horizonte. “Abuelo, ¿qué miras?”, solían preguntarle, y el anciano les detallaba trivialidades: a vuestra hermana pequeña jugando, la ropa tendida, el hornillo del té, la melfa de vuestra madre… Y los niños se observaban, cómplices y apenados, porque sabían que el abuelo perdía visión día a día y resultaba evidente que sus ojos eran cada vez más blancos e inútiles. Hacía tiempo que el abuelo había dejado de hablar del mar. Los dos niños tenían edad suficiente como para recordar que años atrás, el abuelo se sentaba con ellos, en ese mismo lugar, y les hablaba del mar de su infancia, de las puestas de sol sobre el agua, de las estelas que dejaban los delfines, de las barcas de pesca que volvían a puerto al atardecer. Recuerdos de cuando el abuelo era un niño, como ellos, y vivía en un pequeño pueblo pesquero. Siempre había mantenido que un día regresarían allí; que dejarían la jaima y los beits y ese desierto que no era suyo y que algún amanecer emprenderían regreso a las tierras y los mares donde se habían criado. Pero unos pocos meses atrás, el abuelo dejó de hablar del mar y se contentaba con describir la arena reseca, las bostas de las cabras, el hornillo, las sandalias de la entrada, confundiendo progresivamente objetos y personas a medida que perdía la visión. Los niños sonreían apenados y cómplices. No sabían si el abuelo perdía recuerdos a medida que se esfumaba su visión, o simplemente se resignaba a que nunca más vería el mar, su mar. Un día, pocas semanas atrás, el abuelo se fue. Los niños dibujaron en la tabla sobre su tumba, bajo su nombre, unas curvadas líneas azules y, entre ellas, un barquito de pesca y un delfín que ellos nunca habían contemplado, pero que habían imaginado tantas veces. Ahora, al atardecer, los niños se sientan en la misma posición en la que se sentaba su abuelo. Y se describían uno al otro: mira, la espuma, las olas, los delfines, las barcas cargadas de peces, el reflejo del sol en el agua, gaviotas, el brillante azul, el pescado secándose en los tendales… Ahora, el mar también era suyo.

Ricardo Gómez

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *