JUEGO DE MANOS 5

LA BELLÍSIMA LETRA

“Sabía que ahora cualquier cosa era posible”. Incluso era posible viajar atrás en el tiempo, por otras coordenadas geográficas y recorrer las cuarteadas arcillas de la Sequia el Hamra de la época colonial junto a cuyo cauce se levantaban las casas de El Aaiun, mucho antes de que mis vecinos, mis compañeros de estudios y sus familias fueran expulsados hacia la hamada argelina.

Durante nuestros estudios de bachillerato en el Instituto General Alonso de El Aaiun, en los años sesenta del pasado siglo, se fueron incorporando poco a poco estudiantes saharauis, sobre todo en los cursos de mis hermanos menores. Pero en mi curso, de apenas quince alumnos, solo había un saharaui: Mohamed Salem Embarek “Paquito”.

Fuimos grandes amigos.

Creo recordar que a su padre, que era intérprete, le llamaban cariñosamente Paco y de ahí el apelativo de su hijo.

Tenía una gran sonrisa y recitaba extraordinariamente los poemas en la clase de Literatura que impartía María Pardo Ferrín, una gallega que acudía a clase con bolso y zapatos de tacón.

Había en El Aaiun un joven saharaui que había perdido los dos brazos por la explosión de una mina, pero que con sus muñones (a la altura de los codos) escribía en la pizarra con una magnífica letra redondilla. No recuerdo su nombre, pero debía ejercer alguna función de maestro o tutor en algún curso de primaria en el “Grupo Escolar La Paz”. Y a Paquito y a mí se nos ocurrió la idea de que aquella bellísima letra (en hassania y en castellano) era fruto del valor que había tenido al ir a la zona prohibida: una cadena de dunas en la orilla opuesta de la Sequia, minada durante la operación Teide-Écouvillón y a la que teníamos prohibido acercarnos.

Así que decidimos adentrarnos en aquel universo vetado con la esperanza de obtener a cambio un milagro caligráfico. Bajamos por unas escarpaduras de caliza y arenisca que habían sido limadas escrupulosamente por el viento, atravesamos las primeras charcas valiéndonos de un cajón roto y de varias piedras, para evitar el barro…pese a lo cual al cabo de un rato llevábamos adheridas a nuestros pies unas gruesas y pesadas carcasas de limo. Alcanzamos una zona más seca, como de talco, y al rato de caminar, aquellos moldes ideados por un alfarero cósmico se secaron y se nos desprendieron de las piernas. Cuando llegábamos a la proximidad de las dunas vimos un lagarto de arena, pero decidimos no enfrascarnos en su captura porque, aunque los habíamos cogido en algunas ocasiones -sujetándolos desde detrás de la cabeza en la zona de la mandíbula-, habíamos sufrido también sus coletazos.

Nos zambullimos por debajo de las destartaladas alambradas que delimitaban presuntamente la zona peligrosa, aunque todo el mundo decía que su localización no era exacta. Al cabo de un rato llegamos a una pequeña grara, un espacio más fértil donde había plantada un poco de cebada, circundada de algunos arbustos espinosos y donde florecían tres acacias con algunas flores amarillas. Un soplo de brisa nos erizó la nuca. De repente, entre las exhaustas ramas de las acacias, vimos una sombra evanescente y gris que se deshacía a medida que se elevaba ante el reflejo centelleante del sol. Decía algo.

Nunca habíamos corrido tanto. Nos quitamos al unísono las sandalias, para evitar caernos y ser atrapados por aquel ser. Deshicimos el camino a toda velocidad, las alambradas, el cauce, las charcas ni las pisamos porque un sexto sentido nos condujo por una zona seca. Al llegar a las casas tuvimos que tendernos a la sombra del muro de la casa de Mahamud.

Mahamud vendía de todo, tenía una tienda de electrodomésticos y además era sargento de la Policía Territorial. Era un hombre previsor porque tenía varios cabritos en la azotea para alimentarlos de un modo más adecuado, no como las otras cabras que comían trapos, cartones y todo tipo de basura.

Al amparo de aquel muro y con el tranquilizador balido de los cabritos intentamos discernir la naturaleza de nuestra aparición y el contenido de su confuso mensaje. Barajamos varias hipótesis y nos pusimos de acuerdo, finalmente, en que aquella aparición dijo: “Afila los lápices”.

La sombra la vimos algunas veces más en nuestra vida. Paquito la vio en la India donde fue embajador saharaui. La última vez que yo la vi fue entre los arbustos del jardín de la biblioteca del campamento de refugiados de Dajla.

 

Emilio Sánchez Blanco

 

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