JUEGO DE MANOS: EPÍLOGO

DERRIBAR EL MURO A GOLPE DE PALABRAS

«Al salir de mi jaima, aquellos colores que llenaron el río Sella se transformaron en un día lleno de posibilidades», se dijo Saleh. Mucho más. Una vida llena de posibilidades. Se recordaba a sí mismo como aquel niño un poco salvaje que fue feliz en la badía, en los pastos de los camellos, cuidando dos docenas de cabras. Saleh, le decía su madre entonces, si algo le pasa a una cabra, algo nos pasa a todos. Así que cuando su tío Hassana le enseñaba a atrapar a los lagartos con dos dedos, por detrás de las mandíbulas, no podía dejar de pensar en su responsabilidad. Tan pequeño, Saleh ya intuyó que su vida no sería solo posibilidades, que su pequeña libertad no era nada al lado de la Gran Libertad, la de su pueblo. Tenía razón aquel amigo nasarani de la familia, Javier, que contaba que un gran poeta, Fernando, le había enseñado que el lagarto mantenía firmes las raíces en la tierra, pero que el bubisher solo sabía de aire, que su vuelo los invitaba a todos a buscar un nuevo horizonte, que el pájaro de las buenas noticias llevaba en su pico la esencia de todos los saharauis.
Cuando tuvo que volver a los campamentos llevaba en su pecho la pena de tener que abandonar el desierto, las dos docenas de cabras, los lagartos, las noches bajo las estrellas. En el campamento los jóvenes ya no buscaban constelaciones en la noche, solo miraban las luces falsas de los móviles, como hipnotizados. Se sentía solo, prisionero, y la vida no tenía sentido ya para él.
Hasta aquel día en el que vio al pájaro de las buenas noticias y lo siguió hasta la biblioteca. Y desde aquella primera visita ayudó a Gajmula a regar las flores y los árboles para que crecieran pronto y le dieran sombra. Ella, mientras regaban y arrancaban malas hierbas, le hablaba de un maestro al que una mina le había arrancado los brazos, pero que había logrado escribir con sus muñones con la más bella letra del mundo. A Saleh no le gustaba entrar en las salas de la biblioteca. Eran bonitas, llenas de libros, de colores, y hasta había “frío”, aquel extraño aparato de la pared que engañaba al calor. No, él prefería sentarse allí, en la tierra húmeda, a leer un cuento o a pintar cielos llenos de estrellas que ganan carreras, a imaginar lo que podría hacer él, que tenía brazos y manos.
Y los libros le hicieron madurar. Y desear poder trabajar también él en alguna de las bibliotecas. Y se fue a España, y estudió persiguiendo ese sueño.
En el campamento había oído hablar siempre de sus hermanos en los territorios ocupados. Pero Saleh no acababa de entender bien por qué estaban unos allí y otros tan lejos. Fue en España cuando lo acabó de comprender. Y le pareció injusto, terrible. No podía ser que unos saharauis vivieran allí, en su tierra, pero bajo el dominio de unos extranjeros, sus soldados y sus policías.
Por eso aquel día, tras salir de la jaima que unos amigos habían plantado junto al río Sella, en Asturias, se hizo una promesa. Atraparía al lagarto con dos dedos por detrás de sus mandíbulas. Trabajaría en una de las bibliotecas de los campamentos, sí, pero lo haría para derribar el muro que separaba a unos saharauis de otros. Y lo derribaría con los miles y miles de palabras que había en la biblioteca. Un puente, eso era. Un puente de palabras llenas de todos los colores del río que los uniera a todos por fin.

Había sido un día muy lejano.

Gonzalo Moure

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