LA HAMADA

Aquella tierra estaba muerta. Muerta. O eso parecía. La badía estaba lejos y el mar todavía más. Más muertos que vivos estábamos nosotros, los sobrevivientes. Sin saber qué hacer.
¿Qué hacer? Nos preguntábamos todos.

Aquella tierra no sabía qué significaba la palabra hospitalidad y la soledad era su espíritu y su esencia. Desde el primer día, ella quería que nos fuéramos a otro lugar. Así que durante semanas y meses, se dedicó a mortificarnos con tormentas de arena, que barrieron de este a oeste, las primeras jaimas levantadas. Las mujeres volvieron a coser sus jaimas y muchas imploraron al Altísimo calmar aquella furia. Otras personas lloraron, pero la hamada no cedió.
Entonces comprendimos que solo había dos caminos: resistir o morir. No había otra salida.

No sé cómo explicarlo, pero de repente, la gente se levantó y como quien dice, sacudió el polvo del miedo que nos atenazaba a todos. Pequeños y mayores. El pueblo empezó a animarse y a darse esperanza unos a los otros. Así arrancó la vida en la hamada. Las mujeres se fueron a buscar agua, y comida y volvieron a coser y a levantar más jaimas caídas.

– No vamos a quedarnos aquí, decía una mujer.
– Volveremos pronto a nuestra tierra. inchalah. Animaba otra.

Escuchando aquellas palabras, la hamada empezó a relajarse y a tratarnos como viajeros que estaban de paso. Como otros, que habían cruzado aquella inmensidad a pie, o en caravanas de camellos durante siglos.

Nada nos ligaba a esta tierra. Los restos de nuestros ancestros estaban en la badía. No en este infierno. En la hamada no había cementerios. Pero las primeras tumbas fueron las de nuestros niños y niñas, que morían de diarreas, de sarampión o de hambre. De impotencia y nostalgia fallecían nuestros ancianos.
Aprender a resistir en un nuevo paisaje no era tarea fácil. Cada escuela levantada, cada hospital, era una alegría, y cada hombre caído en combate, era un inmenso dolor. Así era la hamada. Poco a poco, se volvió parte de nuestro cuerpo y alma.

Han pasado cincuenta años y la esperanza está cada vez más descolorida. Pero seguimos siendo viajeros y estamos aquí de paso. Entre nuestros ojos siguen posando los ojos del Sáhara.

¿Hasta cuándo? No lo sabemos.

Pero en la hamada también hay buenas nuevas, y sueños hechos realidad, como el proyecto Bubisher.

Hamada y Bubisher son actualmente dos palabras muy presentes en nuestras vidas. Y aunque las oigamos mil y cien veces, ojalá que nunca nos conduzcan a la indiferencia, sino a la acción y a la lucha. A la verdad  y a la magia de la justicia.

Liman Boisha    

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