VECINOs, LIBROS, HILOS Y CAMPAMENTOS

El sol rompe en los cristales, se desliza. Miro los edificios de enfrente, los balcones ahora vacíos que a las ocho se llenan de aplausos y voces; de las figuras de los vecinos, inclinándose sobre los hierros, doblando los cuellos, conversando ruidosamente, cantando o inventando juegos de palabras para los niños que viven encima y debajo de nosotros. Miro los hilos que unen ahora sus balcones con nuestras ventanas, por los que nos enviamos cosas: flores, un farolillo para el alfeizar, el poema de la niña que vive en el tercero, las galletas que hicieron los peques del primero. El pastel de Mariana, las almendras recién fritas de Susi. Esos hilos que unen ahora nuestras vidas y que nos traen al atardecer la voz suave de la chica del tercero cantando mientras toca el ukelele, el piano de Paula en el silencio emocionado de los vecinos, los aplausos que recibe la llegada de la novia del segundo, en taxi, con la mascarilla, dulce y delgada y pelirroja, después de tantos días separados por la cuarentena. Pienso en esas vidas de los balcones, que hasta hace unas semanas nos eran tan desconocidas.
Abro la ventana y escucho la quietud de fuera. Aspiro largamente el aire repleto del aroma de los plátanos, de los tilos, tan extraño en el centro de Madrid, que siempre huele a humo de automóviles y asfalto. Me recuesto contra el rayo del sol, abro un libro. Me dejo llevar por la cadencia suave de las palabras, por esa historia repleta del corazón de los hombres que sucede aquí dentro y al mismo tiempo tan lejos de aquí. Salgo y vuelvo dentro de los libros a esta ventana. Hay pájaros, suenan sus trinos sobre los tejados de Madrid. Sobrevivo al caos de las UCIS, a las muertes, a los enfermos y al encierro gracias a los vecinos y los libros.
Llevamos más de cuarenta días confinados, esa palabra. Pienso de pronto en los campamentos de refugiados de Tinduf, en el desierto del Sáhara. Ellos llevan más de cuarenta años (casi cuarenta y cinco): confinados, olvidados, exiliados… Por las ventanas de sus casas de adobe escuchan el silencio ardiente del desierto, ven los hilos que atan las jaimas a las tierras y, en su mirada, las cuerdas se cruzan, se unen unas a otras. Ellos han estado siempre unidos por esos hilos, tíos, hermanas, sobrinos, juntos, en el círculo concéntrico de las jaimas. También a los olvidados del desierto les salvan sus hilos y les salvan los libros. Allá donde miren están rodeados de horizontes de arena, de una vastedad árida y vacía. Pero entonces conversan con un vecino, caminan hasta la casa de adobe que es la biblioteca Bubisher, toman un libro… y como un pequeño misterio, el horizonte se traslada, va más allá de sus miradas, rompe el encierro, del mismo modo que me sucede a mí, ahora, mientras leo, en el cálido rayo de sol de en esta ventana, que da a la pared y a los balcones, a esta hora vacíos, del edificio de enfrente. Entonces comprendo más que nunca el espacio de luz y libertad que es un libro, ese espacio, dentro de nosotros, que ni estas cuatro paredes, ni el covid19, ni el injusto olvido pueden robarnos. Los libros y los hilos que nos unen a los demás son nuestra fuerza para resistir, para esperar con ilusión y con paciencia el regreso a nuestras calles. El regreso de los refugiados saharauis a su tierra en libertad. Nosotros tenemos libros a nuestro alcance. Ellos también, desde hace once años, gracias a este pequeño pájaro que es el Bubisher, y que entre todos, si no nos detenemos, si no les volvemos a confinar en el olvido, podemos hacer volar.

Mónica Rodríguez

 

 

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